RECORDANDO
Era el día de Todos los Santos del año 1964. Por la calle Mesones,
entonces Calvo Sotelo, una furgoneta verde repartía propaganda de un circo
instalado en la era detrás de la gasolinera y anunciaban a la mujer más fuerte
del mundo, la Sansona, decían los papeles que tiraban al aire. Empezaba a hacer
frío y mientras la tarde se iba se encendieron las luces de la calle, tocaba
recogerse en casa. Al calor de la candela me entretenía jugando con el soplillo
o las tenazas atizando las brasas, para quedar una vez más hipnotizado por
aquel baile encarnado que hacía piruetas imposibles y subía por la chimenea
camino del negro del cielo. Cansado de jugar cogí de entre unos papeles unos folios que estaban escritos a
máquina, su título “ Las Reglas de Urbanidad “, y me embarqué en sus letras. A
lo lejos un ruído se fue acercando poco a poco llamando mi atención. Curioso me
asomé a la puerta de la casa. Un grupo de muchachos venía calle arriba con unos
cestos con comida y otros con algo extraño en las manos que hacía aquel ruído
tan desagradable. Eran matracas, tablas de madera con unos aros fijados en sus caras,
que al girarlas sobre sí mismas hacían aquel ruído extraño. Las hacían girar
los monaguillos, que iban por el pueblo pidiendo comida , para luego en la
noche de difuntos comerla en el campanario de la torre junto a las migas que
hacía Juan López, Tío Vinagre. Aquel ruído se me clavó en el alma y no hubo
forma de dormir. Sonaba a raíces antiguas, a tétrico, a oscuridad. Con los años
se perdieron las migas en la torre y las matracas, y llegaron las visitas a los
cementerios. Por la mañana, desde la escuela tocaba ir al de los italianos.
Tocaba ir en filas, los niños a un lado y las niñas a otro, hasta allí, un
responso y vuelta a casa. El día de Todos los Santos se iba al Cementerio Viejo
y al Nuevo se iba en los Fieles Difuntos.
Y allí que íbamos con nuestros faroles, y las flores de pensamiento y aquellas
orlas de color lila con letras dolientes de color dorado. Los monaguillos
íbamos junto a D. Diego Murillo Nogales para recoger el dinero de los
responsos. La costumbre era de un responso por difunto, habiendo casos de
cuatro o cinco responsos en un nicho. El precio… un duro por responso, que se
guardaba en una bolsa de terciopelo rojo. En el Cementerio Nuevo se empezaba
cada año por un lado diferente para que diese tiempo a todos a tener su
responso. De aquellos años me que quedó el ruído de las matracas y ese olor tan
especial que tienen estas noches. A la luz de las mariposas de papel o las
palmatorias que ponían mi abuela o mis tías aprendí a rezar por aquellos que se
fueron antes, por los que me enseñaron.
Años después no enciendo velas, pero si rezo antes de dormir ese
Padrenuestro que me enseñaron a mis seis años. Y aprendí que nadie muere, pese
a ausencias y vacíos, mientras se le recuerde en el corazón.
Precioso relato. M'encantó!
ResponderEliminarGracias María, una vez más, por avivar la llama de la ilusión con tus palabras.
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