EL LIBRO
A la luz del sol sus tapas azules y sus letras doradas lo
hacían destacar entre los demás libros de la estantería. Sus hojas repletas de
sueños y deseos, anhelos e ilusiones dibujaban en azul de tinta las fronteras
invisibles entre lo onírico y la realidad.
Aquel libro fue durante un tiempo compañero de cabecera,
amigo y cómplice, abrazo y pañuelo. Fue también reflejo dorado del ocaso en una
ventana azul, o la magia luminosa del sol de mediodía, el abrazo ambarino de la
esperanza del amanecer. Ahora hacía tiempo que dormía silencio y no se abrían sus tapas ni se leían
sus letras.
Sin una fecha marcada
en el calendario de la memoria, sin un momento vital donde fijar su llegada,
así llegó calladamente tímido, por las calles del día. Sus tapas se fueron abriendo con olor a noches
de estrellas y aroma de luna llena en sus renglones. Sus primeras páginas, casi
transparentes, venían escritas con sentimientos de colores, de miradas cargadas
de silencios, de palabras con aromas de almohada en duermevela.
A la luz del amanecer se encendían sus letras y escribían
momentos de luz infinita. Cuando el sol dibujaba sombras por las paredes del
día guardó aquellos dibujos en claroscuros y los hizo paisajes bañados de
colores para alegrar unas calles dormidas y grises. En el folio dorado del
atardecer guardó sensaciones de oro y fuego, y las hizo horizonte redondo en
una mirada que se hacía espejo de la tarde.
Cuando llegaba la noche guardaba entre sus letras azules las rimas titilantes de anhelos hechos de
estrellas, y sueños vestidos de plata de luna llena. Al llegar la madrugada
dibujaba con letras de silencio el gris callado de calles en espera, la quietud
sonora de la soledad anhelante de un poema hecho arroyo, el eco de unas letras
hechas trino en una ventana al otro lado
del folio.
Y así se fueron llenando sus páginas de sentimientos y
vivencias, de sueños vestidos de letras, de anhelos dibujados entre renglones.
Y puso voz de tinta a deseos encadenados en la celda de la ausencia, y se hizo
camino entre renglones para unos pasos que andaban en blanco y negro, por una
playa sin mar ni arena. Y puso mirada de universo al páramo a solas de un folio
en blanco, sin rosa de los vientos.
Y se hizo música irisada poniendo paisaje sonoro a un
silencio oscuro de paredes redondas. También se hizo seda para ser caricia en unas manos cansadas de
abrazar en sequía, cuando el tiempo borraba los días en el calendario redondo
de un reloj sin números ni agujas.
Pero hubo un día que el sol no salió. Se entretuvo jugando al
escondite con las nubes que nacían del horizonte, y su luz no llegó hasta la
ventana azul, y sus dedos de oro no iluminaron las tapas ni las letras. Y a ese
día le siguió otro, y luego otro y otro más. Faltas de luz aquellas letras se
fueron apagando poco a poco.
El cielo se llenó de oscuros, unos folios negros cubrieron el techo del cielo y
unos lápices de luz escribían con letras de trueno sobre un folio hecho arena,
que pronto se llenó de poemas de lluvia.
Tras una ventana azul, sobre una mesa de luna nueva un libro
yace como dormido con sus tapas
abiertas. En sus páginas ahora vestidas de otoño y olvido se han borrado el
paso de los días, el sueño entre dos almohadas.
A su lado una pluma duerme silencio. Un segundo después el
libro no era sino una nube de polvo tras el paso de una brisa de tiempo al
abrir una ventana azul.