sábado, 2 de julio de 2022

 

                                AL SOLDADO DESCONOCIDO

 

Tiene el uniforme  descolorido y marcado por sudor y  tierra, miedo y sangre. La gorra calada hasta las cejas impide conocer su rostro, y una barba de varios días esconde aún más su cara. Con dura resignación ha escuchado su nombre para el último turno de guardia junto a las ruinas del viejo castillo.

Allá arriba, en la cima del cerro, la soledad es aún más dura, susurra y muerde, alienta el miedo y atenaza el cuerpo. Allá abajo, junto al arroyo los compañeros intentarán descansar y conciliar el sueño gracias a su esfuerzo y al de otros como él que también harán su turno de guardia.

Las manos están ateridas por el frío, y las frota una y otra vez buscando un poco de calor. Un viejo capote cubre su cuerpo mientras sus piernas escriben pasos de norte a sur y de este a oeste, recorriendo aquel minúsculo punto de mira que domina los cercanos cerros y los valles dormidos.

Al amparo de un chamizo de ramas y algunas maderas el improvisado refugio protege del intenso frío y las heladas, mientras sus ojos se afanan por ver más allá del horizonte que se extiende a sus pies, y sus oídos leen  en los ruidos de la noche buscando amenazas.

Encinas y alcornoques, matorrales y jaras tapizan una tierra áspera y dura, donde el aire caliente quema en verano al respirar, y en invierno el frío y las heladas muerden con colmillos de hielo y escarcha.

El cercano arroyo pone un cinturón de plata y vida  a un paisaje que parece anclado entre la nada y el tiempo.

Un poco más arriba del puesto de guardia, allá en el cielo, las nubes que han estado bailando toda la tarde sobre los valles y los cerros ahora se han juntado, y formando un techo oscuro han comenzado a llorar olvido y soledad, resonando sus pasos de lluvia sobre las hojas de los árboles, sobre la tierra muda, sobre un silencio oscuro que envuelve y empapa, que atrona en los oídos y encoge el alma.

Intentando refugiarse de la lluvia se ha adentrado un poco más sobre el chamizo de ramas y maderas. Rebuscando en los bolsillos ha encontrado su petaquera de cuero y su mechero. Tras encender el pitillo ha dado una profunda calada mientras ha cerrado los ojos, y sus pensamientos han volado lejos.

Y ha recordado a su familia, tan lejos y tan cerca ¿Qué habrá sido de ellos, seguirán vivos? se ha preguntado. Malditas sean todas las guerra ha pensado, mientras unas gotas de lluvia le han llegado hasta la cara fundiéndose con unas lágrimas rebeldes.

Y piensa en un mañana cuando todo esto acabe. Volverá a su casa, al lado de los suyos a intentar vivir y a olvidar si fuera posible. Mañana, cuando se vayan estas nubes de guerra, cuando se haga de nuevo de día, ha de haber una esperanza.

Mientras apura la colilla ha cerrado los ojos por enésima vez. Y ha volado por encima de la lluvia, de las nubes, del tiempo.

¡Aquí hay algo! Aquella voz resonó sobre el cerro, sobre las ruinas del puesto de guardia. La pequeña paleta y la brocha al remover la tierra sacaron a la luz un trozo de un uniforme ya descolorido, manchado de sudor y tierra, miedo y sangre.

Poco a poco se unieron más paletas y brochas hallando el cuerpo de una persona. Decenas de años  cubrieron aquel cuerpo de olvido, silencio y tierra. No habrá letras para su nombre, ni foto para su rostro, pero si lágrimas para su ausencia.

Decenas de años después, en un amanecer de primavera, un abrazo digno de tierra acoge a un cuerpo, mientras una oración se eleva al cielo pidiendo paz eterna para un soldado desconocido.



                                Foto de Juan José Hernández Maldonado

                                https://youtu.be/eTYRE7vMRs4