domingo, 1 de noviembre de 2015


                                              RECORDANDO

Era el día de Todos los Santos del año 1964. Por la calle Mesones, entonces Calvo Sotelo, una furgoneta verde repartía propaganda de un circo instalado en la era detrás de la gasolinera y anunciaban a la mujer más fuerte del mundo, la Sansona, decían los papeles que tiraban al aire. Empezaba a hacer frío y mientras la tarde se iba se encendieron las luces de la calle, tocaba recogerse en casa. Al calor de la candela me entretenía jugando con el soplillo o las tenazas atizando las brasas, para quedar una vez más hipnotizado por aquel baile encarnado que hacía piruetas imposibles y subía por la chimenea camino del negro del cielo. Cansado de jugar cogí de entre unos  papeles unos folios que estaban escritos a máquina, su título “ Las Reglas de Urbanidad “, y me embarqué en sus letras. A lo lejos un ruído se fue acercando poco a poco llamando mi atención. Curioso me asomé a la puerta de la casa. Un grupo de muchachos venía calle arriba con unos cestos con comida y otros con algo extraño en las manos que hacía aquel ruído tan desagradable. Eran matracas, tablas de madera con unos aros fijados en sus caras, que al girarlas sobre sí mismas hacían aquel ruído extraño. Las hacían girar los monaguillos, que iban por el pueblo pidiendo comida , para luego en la noche de difuntos comerla en el campanario de la torre junto a las migas que hacía Juan López, Tío Vinagre. Aquel ruído se me clavó en el alma y no hubo forma de dormir. Sonaba a raíces antiguas, a tétrico, a oscuridad. Con los años se perdieron las migas en la torre y las matracas, y llegaron las visitas a los cementerios. Por la mañana, desde la escuela tocaba ir al de los italianos. Tocaba ir en filas, los niños a un lado y las niñas a otro, hasta allí, un responso y vuelta a casa. El día de Todos los Santos se iba al Cementerio Viejo y  al Nuevo se iba en los Fieles Difuntos. Y allí que íbamos con nuestros faroles, y las flores de pensamiento y aquellas orlas de color lila con letras dolientes de color dorado. Los monaguillos íbamos junto a D. Diego Murillo Nogales para recoger el dinero de los responsos. La costumbre era de un responso por difunto, habiendo casos de cuatro o cinco responsos en un nicho. El precio… un duro por responso, que se guardaba en una bolsa de terciopelo rojo. En el Cementerio Nuevo se empezaba cada año por un lado diferente para que diese tiempo a todos a tener su responso. De aquellos años me que quedó el ruído de las matracas y ese olor tan especial que tienen estas noches. A la luz de las mariposas de papel o las palmatorias que ponían mi abuela o mis tías aprendí a rezar por aquellos que se fueron antes, por los que me enseñaron.  Años después no enciendo velas, pero si rezo antes de dormir ese Padrenuestro que me enseñaron a mis seis años. Y aprendí que nadie muere, pese a ausencias y vacíos, mientras se le recuerde en el corazón.
 
                                                  Imagen bajada de la red
                                                 https://youtu.be/Iyi_kw_0WHM

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